16 de octubre de 2012

El misionero en la antigua China





Los primeros misioneros cristianos, monjes franciscanos entre los que se encontraba uno de la provincia de Colonia, predicaron en Pekín ya a principios del siglo XIV, pero no fue sino hasta el siglo XVI que consiguieron florecer las misiones en la corte china bajo la dirección de los jesuitas. No fue sólo la erudición de los padres, sobre todo en el campo de las ciencias naturales, la que les abrió las puertas, sino más bien —como lo demuestra Matteo Riccis (1552-1610), el más grande de todos— la sincera disposición de penetrar en la cultura china y empezar por aprender de ella como quien acude por primera vez a la escuela. Todos los misioneros más destacados de esta época, incluido el padre alemán Adam Schall von Bell (1592-1666), que llegó a ser director de la Oficina del Calendario chino, eran al mismo tiempo cultos sinólogos. La disputa litúrgica, que se había iniciado precisamente aquí de la mano de una humanización del cristianismo, puso violento fin a los primeros intentos de una fusión cultural a principios del siglo XVIII; la prohibición de enseñar el cristianismo le fue impuesta al gobierno chino casi desde el exterior.
Cuando, un siglo después, los misioneros cristianos, representados por miembros de la Iglesia Evangélica, volvieron a pisar tierra china, lo hicieron ya bajo un signo muy distinto; quisiéranlo o no, los misioneros iban en compañía del colonialismo occidental empeñados en penetrar cada vez más profundamente en Oriente. Los intentos catequizantes se efectuaban ahora más bien desde abajo —en contra igualmente de la voluntad del gobierno cada vez más débil—, pero sin conseguir un número mencionable de prosélitos entre el pueblo chino. Su mérito incontrovertible radicaba en las actividades caritativas, en la erección de escuelas y hospitales, en tanto que su tesón se centraba en el objetivo, tal vez no siempre visto con claridad, de escrutar un pueblo desde dentro. Así, las misiones y el colonialismo trabajaban conjuntamente en ocasiones,  aunque no mediara convenio verbal alguno. Cuando, en alguna ocasión, se producía un ataque a la religión extranjera por parte del pueblo, seguía indefectiblemente la «protección de las misiones» a cargo de las potencias colonialistas incluso en los casos en que las misiones no solicitaban protección alguna.
Richard Wilhelm no tenía por parte de su familia ninguna relación con las misiones, ya que su padre era un pintor de ventanales de iglesia oriundo de Turingia, pero sí indirectamente a través de la familia de su esposa, a la que conoció en Bad Boll cuando era un joven vicario de veinticuatro años y con la que contrajo matrimonio tres años después. Christian Gottlieb Blumhardt (1779-1838), bisabuelo de su esposa, fue uno de los fundadores de la famosa Sociedad Misionera de Basilea, que más tarde actuó en China como la más grande entidad misionera protestante. Su sobrino, el voluntarioso párroco Johann Christoph Blumhardt (1805-80) se apartó en sus últimos años de los rígidos preceptos de la Iglesia Evangélica. El ejemplo fue seguido, bien que en  otras circunstancias, por su hijo Christoph Blumhardt, padre político de Richard Wilhelm, quien en el curso de su vida se fue interesando cada vez más por cuestiones  sociales y, en consecuencia, se sentía muy cerca  de la  socialdemocracia. Las conversaciones que mantuvo en Bad Boll con Christoph Blumhardt influyeron profundamente en Richard Wilhelm, según manifestaciones de éste. Tal vez estas conversaciones y, en un sentido más amplio, las relaciones con la familia Blumhardt marcaran  su  dual condición de  misionero cristiano; de una parte tenemos que Richard Wilhelm marchó al Lejano Oriente como embajador de la fe cristiana, y, de otra, que, al volver a su patria un cuarto de siglo más tarde, afirmaba  abiertamente no haber bautizado ni a un solo chino durante su estancia en Tsingtau.
La conquista del territorio de Kiatschou, con Tsingtau como su ciudad más importante, por parte de Alemania estuvo relacionada asimismo con la misión cristiana, lo que constituye un detalle harto sintomático; el pacto militar, impuesto por la fuerza en 1898, fue, en realidad, «una medida de represalia» por la muerte de dos misioneros pertenecientes a la congregación S. V. D. El encono de la población china frente a Alemania, país del que no llegó a tener una idea clara hasta la victoria prusiana sobre Francia en 1871, duró algunos años y no se vio precisamente aminorado por la participación del imperio alemán en el aplastamiento de la rebelión de los bóxers. Por cierto que estas cabezas de puente de las potencias colonialistas, de entre las cuales Tsingtau palidecía frente a Hong Kong y Macao, tuvieron una especial importancia en la formación de la China moderna. Dichas ciudades constituían a manera de enclaves que estaban a salvo de las agresiones del gobierno chino y, por este motivo, eran utilizadas —lo mismo que en ocasiones el Japón— insistentemente como refugio natural de las personas enemigas del régimen, pertenecientes a todas las tendencias, función que conservaron hasta finalizada la década de los treinta. Así, pues, aunque resulte irónico, de la protección que brindaban estas ciudades se beneficiaban no sólo los europeos, sino también los revolucionarios que, a largo plazo, pondrían fin a la dominación de las potencias colonialistas en China.
A decir verdad, a principios de nuestro siglo el grupo de fuerzas contrarias al régimen se había escindido ya en numerosos grupúsculos, que únicamente tenían en común el ideal patriótico. Por lo demás, éstos iban desde los reformistas, el más famoso de los cuales fue el estadista y filósofo K'ang Yu-wei (1858-1927), que tuvo que huir del país en 1898 al fracasar su pretendida «Reforma de los cien días», hasta los anarquistas, que, en calidad de estudiantes extranjeros, formaron círculos de gran influencia en los centros de Tokio y París. Otro detalle característico de estos grupos eran sus diferencias ideológicas, motivo por el que, fuera de las fronteras de China, se atacaban enconadamente unos a otros a través de la prensa: para unos, el principal enemigo era la dinastía extranjera de Manchuria, para otros el bloque de las potencias colonialistas occidentales que se mantenía entre bastidores, y, por último, para otros, el sistema de gobierno tradicional en China, la monarquía, con sus prerrogativas de mando y dominio absolutos. No puede sorprender por lo tanto que la joven república, nacida oficialmente en  1912 de una revuelta que tuvo lugar en 1911 y prosperó por casualidad, se limitara a ser una más de la larga serie de gobiernos  frustrados y  no llegara a consolidarse. Incluso la abdicación de la dinastía manchuriana se debió exclusivamente a la presión del poderoso jefe militar Yüan  Shih-k'ai  (1858-1916), que,  en  realidad,  hacía su propio juego y al que la muerte prematura impidió instaurar en 1916 una nueva dinastía con  él mismo como emperador.
Richard Wilhelm fue, al mismo tiempo, maestro y alumno durante los últimos años del imperio chino en el ambiente peculiar del territorio cedido gracias a un convenio militar. Trabajó afanosamente en la fundación y construcción de escuelas alemanas, y dedicó una parte no menor de sus energías al estudio del chino. Al mismo tiempo, se fue dando cuenta de las precarias condiciones interiores y exteriores de las misiones en China; por este motivo, a su dedicación, cada vez más intensa, a la religión y filosofía chinas no le faltaba un punto de escepticismo.
El mismo Richard Wilhelm se refirió en diversas ocasiones a un grave error en el criterio que acerca del cristianismo se formaban los chinos; muchos eran de la opinión (avalada por no pocos misioneros) de que existía una relación directa entre la superioridad científiconatural-técnica de las naciones occidentales y el cristianismo, como exponente oficial de su doctrina. Únicamente los misioneros de espíritu conformista, a quienes escapaba la contradictoria naturaleza de estos dos conceptos, no debieron sufrir con una visión tan simplista. Los más sinceros de entre ellos, al igual que en otro tiempo los jesuitas, procuraban eludir el conflicto presentando ciencia y cristianismo como materias independientes entre sí. Pero, poco a poco, los alumnos más avispados empezaron a descubrir la esencia de esta escisión y a pensar que, como dijo en cierta ocasión Ts'ai Yüan-p'ei (1868-1940), presidente de la Universidad de Pekín, en Europa el cristianismo poseía la función de los bellos ropajes antiguos que uno se pone, aunque ya no sea momento, porque sería una lástima tirarlos. La acusación, pronunciada o no, de que ahora se pretendía vender estos «antiguos ropajes» a China posiblemente hizo guardar silencio en más de una ocasión a algún buen misionero.
Instaurada la república china, Kiau-tschou desempeñó durante tres años una singular función debido  a  su situación geográfica en el norte del país; se convirtió en una especie de refugio al que acudían destacados políticos  e intelectuales del derrocado régimen manchuriano que ya no se sentían seguros en Pekín. Una fuga hacia el Sur, hasta zonas fuera de la jurisdicción gubernamental, como, por ejemplo, Macao, donde en otro tiempo encontrara cobijo una y otra vez Sun Yat-sen (1866-1925), «padre de la revolución china», resultaba para ellos prohibitiva no sólo a causa de la gran distancia, sino también porque la revolución había partido del sur, territorio que siempre fue considerado más levantisco que el norte, en especial por los manchures. La llegada, vinculada a esta diáspora, de representantes de la suprema intelectualidad china de corte tradicional brindó a Richard Wilhelm, durante este corto período de tiempo, una oportunidad única de entrar en contacto personal con los representantes más destacados de una cultura en decadencia. A ellos tuvo que agradecer que no se le abriera el acceso a la espiritualidad china desde fuera, como al sinólogo científico, sino desde dentro, como sin duda correspondía al teólogo. En 1913, Richard Wilhelm fundó en su propia casa la Tsun K'ung wen she (Sociedad de Confucio), en la que ingresó un número elevado de literatos huidos, amén de varios antiguos gobernadores, ministros y profesores. El campo de tenis fue sacrificado en aras de una biblioteca, para la que redactó el documento de erección el anciano Lao Nai-hsüan (1843-1921), antiguo viceministro de Instrucción Pública.
En su relato Los ancianos de Tsingtau (Die Alten von Tsingtau}, el propio Richard Wilhelm ha descripto la atmósfera mágica, afiligranada del tranquilo período comprendido entre la victoria de la revolución china y la irrupción de la primera guerra mundial. Quien pretenda ordenar correctamente la obra de Richard Wilhelm ha de tener presente estos hitos. Sin duda alguna, el encuentro más decisivo para él fue aquel en que conoció a Lao Nai-hsüan, con cuya ayuda pudo concluir la grandiosa traducción del I Ching o Libro de las mutaciones. El valor de su tarea radica precisamente en que no es una mera traducción, sino, al mismo tiempo, una interpretación, pero una interpretación en la que, por mediación de Lao, ha quedado plasmada una larga tradición china. Algunos escépticos, probablemente en mayor número chinos que occidentales, tal vez pensaban, al contemplar la maldita Sociedad de Confucio en casa de Richard Wilhelm, que en aquel curioso círculo se habían cambiado los «antiguos ropajes» del cristianismo por los del confucionismo y taoísmo, pues los dirigentes de la joven China consideraban que sus dos grandes concepciones del mundo estaban superadas, lo mismo que el cristianismo a los ojos de no pocos espíritus europeos de los siglos XVIII y XIX. Pero incluso bajo este aspecto, el Libro de las  mutaciones ocupa una posición  de privilegio. Este libro  ha acompañado a China desde el inicio de su cultura, precedió no sólo al confucionismo y taoísmo, sino, de hecho, a toda doctrina formulada en China y, por este motivo, se encontraba a salvo de discusiones sobre criterios e interpretaciones. Su influencia es incuestionable incluso en la China actual, pero es en la peculiar concepción de la dialéctica en la naturaleza y en la historia a cargo de Mao Tse tung donde resulta más diáfana.
Es a partir de aquí que se descubre la intención real de la efímera Sociedad de Confucio y su relación con la posterior misión individual de Richard Wilhelm en Europa. Con toda seguridad, a primera vista encontramos, en el bando chino, únicamente un círculo de intelectuales archiconservadores, reaccionarios incluso, de la más dispar procedencia política y los más heterogéneos intereses, que sólo tenían en común su condición de personas desplazadas y en grave peligro. Y si su esperanza de volver a los viejos tiempos se iba extinguiendo lentamente, también los obligaba a concentrarse cada vez con más intensidad en el núcleo atemporal de su visión del mundo para asegurar su supervivencia intelectual. El Libro de las mutaciones, que desde siempre poseyó algo ajeno al tiempo, ofrecía franco acceso, pero también los demás clásicos, confucionistas y taoístas, volvían a revelar de repente la esencia de su pura humanidad tan pronto como, en contraposición a lo que había ocurrido durante muchos siglos, se los dejaba de leer como meros textos de adoctrinamiento al servicio de éste o aquel objetivo político y, así, consciente o inconscientemente se los interpretaba unilateralmente y falsificaba. Fue este proceso selectivo el que descubrió su valor humanamente universal (no limitado a China, sino accesible también a los europeos), al que Richard Wilhelm se adhirió de forma directa y existencial. Desde el lado sinológico se ha reprochado en ocasiones a sus traducciones, para las que recibió la necesaria dinámica y constancia de esta visión directa, no haber captado el tono de los originales y, sobre todo, no haber elaborado convenientemente la condicionalidad de los textos en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, este reproche no capta la intención del trabajo de Richard Wilhelm, a quien interesaba el conocimiento del acontecer histórico no como a un historiador, sino como al teólogo, que, pese a todo, siempre siguió siendo, así como la proclamación de un conocimiento en perpetuo devenir, liberado de los condicionamientos del tiempo y el espacio. La penuria de Los ancianos de Tsingtau le permitió descubrir un lenguaje para los escritos chinos que también podía ser entendido en Occidente, precisamente porque el mundo de que procedían estaba sumido en ruinas.


Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega

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